lunes, 9 de enero de 2023

[Conticinio 1]. Una democracia fuerte y flexible

Lo que ocurre hoy en Brasil con el asalto al Capitolio ya no es novedad, porque tiene una referencia previa muy reciente en EEUU con solo dos años de diferencia. Aunque en muchas otras democracias occidentales -esto es casi una redundancia- las agitaciones públicas y sociales, la tensión y polarización han puesto muy en jaque su funcionamiento normal. 

Sin duda, es más que un acto simbólico. Se constata que habría que volver a leer las tesis de Ortega sobre la rebelión de las masas y que las emociones políticas que no pasan por la razón terminan deshilachando internamente la democracia. Como se recuerda desde los textos de Platón y Aristóteles, se trata de ciudadanos libres que asumen responsablemente el compromiso con el otro y la búsqueda del bien común a través del diálogo. La oración fúnebre de Pericles es una de las referencias fundacionales clásicas, que en su ideal niega todo lo que el pobre Tucídides tuvo que escribir previamente. 

La cuestión principal es que la democracia es posible. No de cualquier modo, pero es posible. No se puede enseñar, sino que se practica. No se puede imponer, sino regular. Y la clave de todo el asunto está en entender bien la participación de unos y otros, con las tensiones y conflictos que pueda generar, mirando en un horizonte común. Algo que habitualmente no consideramos es la necesidad de este horizonte, de esta mirada común a largo plazo, que puede ser envenenada por falsos ideales o quebrada por exigencias de pureza insólitas o por perfecciones sin fisuras que son imposibles. El sistema funciona con sus limitaciones y con sus fracasos, decepciones, corrupciones y todo lo demás. Pero la democracia aporta una situación social pacífica y consolidada que no se puede lograr por otro camino que no sea esa sana participación en la vida política. 

De lo que no cabe duda es de una paradoja asociada a nuestro siglo. La situación de bienestar ha conducido a desentenderse realmente de las cuestiones comunes, hasta que van llegando las crisis, que además se agolpan históricamente cada vez con menos tiempo entre sí. Crisis de calado, que destruyen muy rápidamente seguridades y provocan situaciones con difícil reparación. Cuando se ha querido participar, desde la condición posmoderna, la solución ha sido empeorar aún más el clima general, a través de la división dialéctica, del enfrenamiento y la acusación, sin alternativas reales de unidad social. Estas estrategias mediáticas de malestar, que dan soluciones rápidas y provocan emociones y pertenencias fuertes, ofreciendo una identidad que se resquebraja en el individualismo y anonimato indiferente a todo lo demás, reclutan masas de votos grandes entre los más heridos por las circunstancias. Razón por la cual, sin tener mucho más que perder y viendo las enormes desigualdades y diferencias, fragmentan y crean auténticas guerras políticas, con base cultural e ideológica. Ningún ámbito queda exento. Lo contamina todo. 

La solución a la tensión política históricamente ha sido la guerra. Ojalá no avance. No es que no la haya, que la hay. No verlo es estar ciego. Pero ojalá no avance y pueda retroceder a senderos de mayor tolerancia, encuentro y proyecto compartido. ¿De quién depende? De los ciudadanos, de que mayorías no permitan, ni consientan, su participación en estas guerras. Las leyes solo pueden ayudar marcando ciertos límites que los ciudadanos infantiles quieren superar sin comprender. Infantilizar la política y a los ciudadanos tiene consecuencias como estas de imprevisibles, que no se sabe en qué terminarán y pararán.

Siempre me costará creer que haya ciudadanos que quieran el enfrentamiento en lugar de la paz. O sea, tiene que haber algo más por medio que los divida. No valen las simples alusiones a la tensión y a la ideología. 

La democracia es fuerte en tanto que es flexible y es flexible en tanto que es fuerte. Como una buena estructura social. No perfecta, pero no frágil como quieren decir algunos, haciendo valer discursos torpes que minan aún más, que desprecian doblemente. Su fortaleza, a mi entender, está del lado de la importancia que adquiere el prójimo, el otro, incluso desconocido y débil. Su flexibilidad, también en mi opinión, viene de la mano de la razón y del diálogo, que cuando se dan refuerzan a su vez la importancia del otro. La razón no es una forma totalitaria de invasión de la realidad, sino precisamente su aceptación con límites y misterios. De esto último tendré que hablar más. Porque está claro que la ley entre humanos no es como una ley natural, que rige sin más y al margen de la libertad. El misterio está en la grandeza que parece haber desaparecido al considerar la realidad humana, traspasada como admiración al universo, al mundo, a esas otras cosas distinta de lo que somos. Hemos olvidado que el mundo es finito, por tanto requiere justicia. Y que lo infinito del alma humana solo puede darse del lado del amor. ¿Cómo se conjuga esto con la política? En primer lugar, considerándolo seriamente. En segundo lugar, realizándolo de algún modo, convirtiendo la ley no es la pasividad de un límite dentro del cual se debe vivir tolerante y pacíficamente, sino una norma, haciendo audible y aceptable un mandato de solidaridad común. Pero esto, para otro día. 



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