lunes, 9 de enero de 2023

APOLOGÍA DE SÓCRATES. Día 8. (Platón, 19d - 20a)

De lo más interesante de ayer, por rescatar algo, fue que Sócrates buscó generar conversación entre los miembros del tribunal convirtiéndolos en testigos. No había reparado en otras lecturas en el detalle. Es decir, que se provoca un diálogo entre unos y otros sobre aquello que han visto, independientemente de lo que se esté diciendo en el tribunal, de las acusaciones de unos o de la misma autodefensa de Sócrates. Es francamente interesante imaginar la situación y la provocación directa a la memoria de unos y otros. O sea, la distancia con el presente. 

En esta llamada a ser "testigos" resulta obligada la parada y la confrontación. Digamos que la parada es sobre uno mismo y su tiempo vivido. Y la confrontación es con el otro, también del tribunal, de modo que se dé una seria verificación de lo que se vio, se escuchó y se atendió, y no solo de lo que hoy se dice en el tribunal por parte de Meleto o de Sócrates. Dicho de otro modo, si se me permite, es un ir a las cosas mismas, sin lenguaje, pero recuperando de la memoria lo que se dio entonces, que ahora se quiere juzgar como injusto y perverso para la ciudad. 

Sócrates se defiende porque lo que dice Meleto no tiene ningún sentido. Él nunca trató esos asuntos, tan frecuentes sin duda en el espacio público, allí donde los libres se entretenían unos con otros y disfrutaban de su condición y esparcimiento ocioso. Lo vamos a decir de otro modo para que se entienda mejor, al hilo de la exposición. La posición socrática no trata de la huida del mundo hacia el refugio seguro del mundo de las ideas perfectas e inmutables, sino de la importación de sí mismo a las cuestiones que sí afectan realmente a la vida del ser humano. No es un hallazgo, como se puede dar en el mundo científico, sino de hacer valer lo más evidente y no convertir la conversación en distracción. 

De ahí que el diálogo con Sócrates no fuera tratar aquello o aquello otro, sino exponerse a sí mismos. Conviene no perder de vista esto. Porque si no, creo yo, no se entenderá lo demás. Y esto no hace de Sócrates una figura existencialista, sino de un pensador que quiere plantear la realidad como es. Y no tratar todo de la misma manera. Por eso se deslinda claramente lo humano de lo natural, y no digamos de lo divino. Por eso su pretensión no es engañar y confundir, trayendo de aquí para allá mientras se vacía la bolsa de dinero de su interlocutor, sino hacer que cada uno, de alguna manera, vuelva sobre sí mismo, se conozca, piense lo que dice que piensa y lo verifique con la vida real. Es un realista de primer orden. No teje discursos para defender, sino para que se considere la vida. ¡Olvidemos las palabras, por un momento!

Tirando de ironía, porque no puede ser de otro modo, se hace a sí mismo alguien que no educó a nadie. Lo deja bien claro. Viene a decir que no se opone a que nadie eduque hombres y gane dinero por ello. ¡Cómo se va a oponer alguien a eso! ¡Ojalá tuviésemos un arte similar! Lo que añade es, por otro lado, bien curioso: ¡Si es que alguien que sea capaz de educar hombres! ¡Esta es su duda, esta es su pregunta, esta es toda la investigación!

Que hay otros seres humanos en el mundo es incuestionable. Que crecen y cambian, que adoptan distintas formas de vida según lo que piensan, tampoco se puede cuestionar. Que todos buscan, como el comer, una especie de vida en la que puedan ser óptimos, igualmente. Ahora bien, en todas estas cuestiones hay enormes problemas. Y si alguien dice que puede educar a otros, debe comprobarlo. Primero, qué es ser ser humano. Segundo, en caso de que lo sepa, cómo hacer que otro llegue a ser ser humano a través de otro ser humano, es decir, prescindiendo en algo de sí mismo para aceptar lo que otro dice. No es poco problema. Se puede enseñar mucho en la vida, pero ¿se puede enseñar, educar en ser ser humano?

Otro asunto, quienes están en el juicio son libres. Se dedican a lo que quieren y no tienen otra ocupación pública que atender a la ciudad y sus asuntos. Es la única condición prácticamente para vivir en Atenas en aquellos tiempos. Es, en la formulación de Sócrates, cuando esta ocupación se vuelve algo más que un tema libre y comporta una obligación. Como hermano que llama a otros hermanos. No sería la primera vez, probablemente, que habla con esta contundencia y exigencia. Pero es bueno sufrir esta llamada. Porque la ciudad obliga a los libres, y los que están allí lo están precisamente por ser libres, por querer ser libres. 

En el párrafo siguiente, Sócrates cita a un número importante de sofistas. Una especie nueva de peregrinos que van de ciudad en ciudad ofreciendo su enseñanza a cambio de dinero y convenciendo a los jóvenes para tomarlos bajo su protección y manto. Hay que tener presente el auge que tuvieron, en parte fruto del sistema asambleario y de las decisiones políticas tomadas después de la deliberación compartida y del debate. Quien fuera capaz de hablar mejor tenía todas las de ganar, porque con la palabra se alcanza misteriosamente al núcleo de uno mismo y de otro ser humano. Estamos hechos de palabras. No es una frase hecha, sin más. Hay que considerar la importancia que esto tiene. 

Los sofistas mencionados, que se decían capaces de educar hombres, de formar hombres, son Gorgias, Pródico e Hipias. Como si se tratara en este punto de una "cita", remiten evidentemente a sus propios nombres propios y a los que hoy consideramos diálogo bajo su título. ¿Qué hacen? Yendo de ciudad en ciudad, y esto es muy interesante, sacan a los jóvenes de sus relaciones habituales, de la compañía con sus conciudadanos, y los llevan a su redil para que, una vez allí, sean convencidos de las enseñanzas y paguen. ¿Alguna diferencia evidente con la actitud socrática? 

Estaban dispuestos, además, a pagar por ello grandes sumas de dinero. Entre ellos, Calias. El mismo que aparece en el diálogo "Protágoras", que ya comenté. ¿Por qué pagar tanto dinero? Primero, porque puede. Porque lo tiene y puede hacer con él lo que quiera, a diferencia de otros muchos lugares del mundo donde o no hay o no se puede disponer de él según la propia voluntad. Segundo, por el valor que le da. La enseñanza de los sofistas, insisto, se presenta como comprable, como accesible económicamente. Clasista, efectivamente. Tercer, por el objetivo, que no es otro que controlar la ciudad, es decir, a los conciudadanos. Esto no suele considerarse demasiado. Sobre todo a quienes menos interesan. 

Frente a los sofistas, por decirlo rápidamente, Sócrates simplemente dialoga. Y, como se puede comprobar -hasta la muerte- no es que su tarea sea convencer a nadie, porque parece no tener tanta habilidad. Inquietar, sí. Convencer, poco o nada. ¿Por qué le interesa tanto dialogar entonces, en medio de una ciudad en la que no se le hace caso alguno? Lo mismo que Calias: porque puede, por el valor que le da, por el objetivo que le lleva a estar cerca de sus ciudadanos y cuidar la ciudad. Pero no es muy escuchado. Eso es cierto. Y me temo que leer a Sócrates en un libro, con la distancia que supone, es cómodo para mí, pero no tan inquietante como para aquellos hombres. Aquí está a salvo y es manejable. En su diálogo libre y directo, en el diálogo presente realmente presente, el socrático es un tábano. 




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