lunes, 1 de febrero de 2021

Duermevelas y vigilancias. Día 1. El mundo.

El mundo ha sido finalmente atado y domesticado. Nadie huye ya de sí mismo. Las personas viven en casas de horarios regulados, con entornos apacibles y cercanos. Nada está más allá de una hora y nada escapa al control. Atrás quedaron tiempos dispersos en instantes, milésimas, segundos o minutos. Solo se marcan las horas con sus ceros. Lo demás, si hay algo y si fue importante, da igual, resulta indiferente.  

Las personas quedan atadas a una actividad cada hora y se mantienen en ella. Por ridículo que parezca. Se busca la esencia. Solo una y única actividad se puede ejercer. De modo que todos saben qué hacer, cómo y cuándo desde las seis, cuando todos se levantan y dedican ya su primera hora a despertar. El dominio que se ejerce sobre todo ha expulsado las preocupaciones y las sorpresas. Lo ancestral cotidiano y su rutina cargante se esfumó cuando llegó la vacuna.

La agenda se reduce a 16 acciones diarias y 8 periodos de cama o sueño. Cada persona conoce lo que sucederá en su próximo mes con exactitud. Al terminar una semana se carga la siguiente en la agenda. Se borrará todo lo demás. Ahí está todo su universo, a una hora de distancia y un mes de proximidad. Todo, absolutamente todo, queda bien programado y controlado. 

Se acabaron aquellas absurdas dedicaciones ancestrales. Las hacen unos dispositivos situados estratégicamente, especializados en una única tarea, sea la que sea. Realmente dos, eso que hacen y comunicarse entre sí para seguir controlando todo.

Se come una vez, durante una hora. Las personas se asean también durante el mismo tiempo. Deslazarse para ir o venir, son dos. Los nueve periodos restantes se equilibran en tres idénticas partes. Tres horas de trabajo, tres de hogar y tres de estar consigo mismo. Ya solo queda sentarse a despojarse de las propias pasiones que se hayan podido pegar en la jornada. Durante una hora, con técnicas especializadas y todo tipo de artes, se vacían y se vuelve al punto de partida. La última se desgasta queriendo dormir sin sueños.

Evidentemente, los niños y los jóvenes son incapaces de asumirlo. Durante años dieron muchos problemas hasta que se pudo encontrar la solución. Las tres horas consigo mismos, que lejos de pacificarlos los destruía, están encerrados en espacios amplios lejos de la mirada de los adultos y entre máquinas dedicadas a entretenerlos. En las tres horas de trabajo, lo suyo es aprender su oficio y lugar, leer un libro a la semana adaptado a su nivel y responder correctamente baterías de preguntas.

Nadie sabe, ni quiere saber, qué hay más allá de una hora de camino o un mes de vida. Todo se ve y es transparente. Los secretos carecen de sentido. En estos nuevos pueblos al descubierto se desconoce la rutina, se obvia el control. Ni siquiera se aceptan las cosas como son. Se fluye ordenadamente. Consiguieron, no se sabe bien cómo, sacar la indigente humanidad del siglo anterior de cualquier sobresalto, se dio el salto último y definitivo a la vida como deber y la tecnología volcó toda su capacidad en realizar este antiguo anhelo. Ahora, ya cumplido, todos descansan en paz.  

Teresa vio colgada una mesa en la pared hasta descuadrarse. Miró con tanta atención que deseó volver al mismo lugar al siguiente día, según su programación. En la tarde, en el vaciamiento silencioso de sí misma, comenzó a dibujar su recuerdo. Allí quedó. No supo salir por ninguna esquina de su redondez paradisíaca. 

¿Mañana más?



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