lunes, 23 de enero de 2023

APOLOGÍA DE SÓCRATES. Día 22. (Platón, 23b - 23e)

Habíamos dejado a Sócrates en la miseria de un hombre libre de Atenas. O sea, no del todo miserable, pero sí con un desprecio importante de ciertas cosas que para otros eran fundamentales y en las que medraban con o sin descaro. Esta situación contrasta directamente con esos jóvenes que le siguen y a los que parece hacer gracia. Le siguen porque, como bien indican, son los hijos de los más ricos. Y le siguen como quien juega a tantas otras cosas en la ciudad, porque luego le imitan y dicen de él cosas extrañas, como suelen hacer los jóvenes de todo tiempo.

Lo importante es el choque. Estos jóvenes "disfrutan oyendo" y "suelen imitar". Quizá sin ser conscientes del todo de lo que supone el tema. Pero el caso es que también a ellos les sucede lo que a Sócrates, que suscitan rabia y malestar. Ahora bien, en la imitación de Sócrates el malestar se vuelve contra él y no contra ellos. O sea, todos "sufren el examen" de Sócrates, tanto el auténtico como el sucedáneo. Y todos se molestan con él. 

Una nota interesante que se descuelga en el texto. Estos que son sometidos a preguntas por los jóvenes, impertinentes ellos como son, no se dan cuenta de que no saben ni aunque les pregunte un joven que está jugando. Este es el punto decisivo, que además sorprende en la lectura lenta: 

"...se irritan conmigo, en vez de consigo, y dicen..."

De donde se deduce algo importante. Sócrates no añade nada en el examen que hace de la gente que se dice sabia. Es decir, Sócrates no hace ignorantes a los hombres que examina, no es la causa de su ignorancia. Y esto lo sabemos porque incluso unos niños que juegan a imitarlo con preguntas, ignorando ellos también las respuestas, ponen igualmente en una situación incómoda al hombre interrogado. 

Aunque no suelo hacerlo, pongo un paralelo con la vida actual. Es como cuando en clase se da el caso de que hay alumnos que son preguntones, en el mejor sentido de la palabra, hasta el punto que a algunos profesores les resulta molesto tener que estar una y otra vez atendiendo sus preguntas. Cierto es que algunos jóvenes de estos, aunque les des respuestas, siguen y siguen sin encontrar nada. Pero de vez en cuando, alguna de las preguntas del alumno es tan pertinente que desarma realmente al profesor, que queda sin saber qué decir. Y en ese punto suele haber dos posibilidades: o la humildad, o la soberbia. 

De lo que está hablando el texto socrático es de la soberbia que esconde la ignorancia. No solo de un malestar contra alguien, sino que Sócrates ha pinchado en hueso en la condición humana hasta el punto de desmantelar una situación perjudicial de uno consigo mismo: la "hibris", el orgullo, la soberbia. O dicho de otro modo, la resistencia natural a abajarse, descender, humillarse e, incluso, "humanizarse". Esta es la clave que una y otra vez se repite. No es una ignorancia provocada, causada por la sabiduría de Sócrates, sino la resistencia soberbia y orgullosa de quien no quiere verse descubierto en la vergüenza de vivir sin saber cómo se ha de vivir. Respecto de muchas cosas no nos importa en absoluto decir que no sabemos nada, pero de esta sí que nos avergonzamos seriamente. Nos desnuda esta ignorancia. Nos daña y daña a otros. Pero ahí seguimos, sin bajarnos del carro. 

En el otro lado, los jóvenes que juegan, como argumento socrático. Su acción sin reflexión, como imitación infantil. Es algo que hasta los niños pueden desvelar y que aprenden a esconder como todos los demás. Se dan cuenta de quiénes saben y quiénes no sin necesidad de examen, pero viven inmersos en un mundo que los sistematiza y anula. Hoy juegan, pero años después estarán como tantos otros sentados en el tribunal que juzga a Sócrates. Porque aquellos jóvenes también participan como los demás en el juicio. Ellos saben que era juego, pero ahora callan. Han pasado al otro lado. Y de aquello de entonces les queda poca memoria. 

De esta situación se deriva que, aunque algunos los consideren discípulos, para Sócrates son puros imitadores. Él no es, ni ha querido, ser maestro de nadie. No ha abierto ninguna escuela. No ha participado en ningún grupo reducido de ritos de este o aquel misterio iniciático. Simplemente ha tratado a unos y otros con la amistad que se debe a los conciudadanos y unos ha respondido a esta amistad con un vínculo mayor y otros se han apartado con desprecio de su compañía. Nada más. Pero él no era quién para decir a nadie, ni siquiera a los jóvenes, qué debían o no debían hacer. 

Los jóvenes ignoran todo. Es bueno tenerlo presente. Incluso lo que hacen y por qué hacen lo que hacen. Como después los adultos en gran medida. Pero entre unos y otros se van consolidando las acusaciones contra él, que son tres: decir cosas de la naturaleza de arriba y de abajo, no venerar a los dioses y hacer más fuerte el discurso más débil. De las dos primeras, con su importancia, hoy casi no nos diría nadie nada. Pero la última implica poseer un arte, una capacidad, una competencia, una destreza descomunal, porque sería como decir cualquier cosa y someter a los demás con la palabra. Justo eso, precisamente eso es lo que a los sofistas, y no tanto a Sócrates, se atribuye y él mismo desearía mostrar. De modo que Sócrates parece cargar con ese pecado para redimirlo completamente, aun siendo inocente. 

Llegando ya al final de esta intervención, con solera y muy directamente, Sócrates dice: 

"Creo que es que no quieren decir la verdad: que ha quedado al descubierto que fingen saber, pero no saben nada. Creo que aman su reputación, y son poderosos y muchos, y se esfuerzan en hablar de mí persuasivamente, y os tienen llenos los oídos y me calumnian desde hace mucho cuanto pueden."

Enemigos así nadie los quiere cerca. Pero los hay. 





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