martes, 28 de septiembre de 2021

ÉTICA A NICÓMACO. Libro I, 11-12 (Día 17)

Sobre el apartado undécimo no me detengo mucho. Ya bastante tenemos con la propia vida como para, quizá, mirarla tan hondamente. Solo apuntaré que la responsabilidad de la propia acción, por mucho que sea propia acción exclusivamente, afecta tan radicalmente al mundo que sus consecuencias serán alargadas y extensas, casi infinitas, sin que sepamos probablemente jamás a dónde llegan. Eso lo debería saber cualquier maestro, padre o madre, amigo o enemigo. 

De lo siguiente, donde Aristóteles distingue entre lo que es "elogiable o, más bien, digno de honor", simplemente comentar que ojalá fuera así, porque ayudaría mucho. Lo que sucede es que, otra vez, confunde el tiro y se queda en la expresión del puro deseo de una irrealidad inexistente, pues las personas no elogian la virtud que tienen delante, sino que sucede más bien lo contrario. Salvo excepciones. Pero cuando el sabio apunta al cielo, el tonto mira al dedo. Y esto es tan así, tan claramente así, que casi mejor no fiarse en exceso de ciertos elogios y no atender ciertas alabanzas. 

Hablar bien debería ser, y aquí sí que se podría trabajar éticamente mucho, lo común y lo más normal del mundo. Aunque según se ve, también en la Grecia antigua era algo raro y escaso. Tan raro y tan escaso que recibe un nombre casi religioso, próximo a lo divino. Por el contrario, hablar bien de toda persona y destacar su virtud debería ser lo más común, sin que ello supusiera la compraventa de nada y de nadie. Insisto, no sucede. Es lo extraño. Pero dejarse guiar por la alabanza, la generosidad de las palabras frecuentemente interesadas o el deslumbramiento de no sé qué es bien sabido, precisamente para la persona de cierta virtud, que no dice nada realmente valioso, en ocasiones ni siquiera anima y, si se insiste mucho en ello llega a hacer daño. ¡Qué cosas nos pasan!

Nadie termina el camino. Hasta que lo termina. 

Si la alabanza es de tal índole, es claro que de las cosas mejores no hay alabanza, sino algo mayor y mejor. 

Por lo demás, Aristóteles debería repasar lo que está diciendo, otra vez. Porque si el elogio viene de alguien sin virtud, ¿está diciendo que quien no tiene virtud es capaz de reconocer en otros, por sí mismo, la virtud? O eso, o trata de hacer del elogio algo meramente pedagógico, que guíe a quien no sabe, como ocurre en tantos y tantos motivos comunicativos en los que el elogio y el destacar a una persona por encima de todas las demás está al servicio de algo que no se dice: centrar la atención del auditorio, del espectador o del ciudadano para llevarlo por aquí o por allá, sustrayéndole algo que debería ser muy suyo; cuando no, también hay que decirlo, ocultar otras cosas a las que, de este modo, no se prestará jamás atención porque el foco está situado en otro lugar. Algo que, a buen seguro, Aristóteles también pudo pensar, y que hoy resaltaría ante su agudeza analítica. 

En cualquier caso, coincido en que, ojalá, la felicidad perfecta fuera alabada, reconocida y sirviera de faro en la oscuridad, de luz en la tiniebla. Aunque ya se sabe lo que ocurre y qué pasa cuando aparece el sumo bien fuera de los libros y alguien se pone interesado y dedicado a alcanzar la virtud, a no dejarse confundir con otros y a salir de entre los muchos, el gentío o las masas. Ya lo sabemos, pero Aristóteles no lo dice. Para Aristóteles la virtud es, sin más, elogiable. Y él, que tiene buen corazón, seguro que supo conducir así su vida y que todo esto no lo decía para atraer láureas de otros. Lo cual sería indigno. 

Ahora bien, si nos alejamos un poco de la persona y vemos el bien en sí mismo, entonces, en tanto que meramente posible incluso, diremos que sí, que es ciertamente digno de alabanza y todo lo demás. O más incluso que digno de alabanza y mejor que digno de alabanza. Es más. No son palabras, ni símbolos, ni ritos, ni aplausos. Es de tal manera elogiable que el mismo corazón se entrega sin sacrificio a él. Pero esto es otro cantar. Porque una vez que se ve, claro, todo cambia. Todo lo demás se verá transformado.

Respecto de lo cual me parece que es más digno considerar que el ser humano ético alaba que detenerse en mirar si es o no alabado. Porque ya digo que lo segundo es casi mejor no esperarlo y no decirlo a nadie que quiera emprender camino alguno hacia la virtud. Si ha llegado el momento en el que su compromiso con el bien es alto, mejor irle ya preparando para la prueba, para resistir y disponer de la fuente de la fortaleza en la medida de sus posibilidades. Especialmente de amigos y buena compañía. 



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