lunes, 27 de septiembre de 2021

ÉTICA A NICÓMACO. Libro I,10 (Día 16)

Lo de ayer, que escribí ayer, es importante. Precisamente hoy comienza hablando de eso, del "fin de la vida". Y es que resulta, como todo el mundo sabe, que aquí nada hay asegurado al cien por cien por mucho camino que se haya hecho en alguna dirección con la propia vida. Siempre puede ocurrir justo lo contrario. Lo cual tiene su lado esperanzador y su vertiente desoladora. Y no se reserva a los primeros pasos del día, como si cada día empezara de nuevo, sino en cualquier momento de la jornada, mientras sepamos que estamos despiertos. 

Aristóteles se mete con el tema de la muerte con palabras excesivamente simples, a mi entender. Como para él todo consiste en actividad, según parece da por supuesto que no hay más actividad que la que vemos aquí y ahora, y concluye, en forma de desprecio, que si la felicidad es algo tiene que ser "aquí", aunque no sea del todo ahora. Me permito decir que su precipitación no le deja considerar las cosas bien, ni siquiera se pregunta qué es eso que dice que es nada o la nada. Peor aún, que con la muerte, según él infiere, la vida ahora queda en el recuerdo de los otros pudiendo opinar libremente cualquier cosa, y añadir a lo que vivió entonces incluso mayores males o mayores bienes. ¡Un despropósito! ¿Estoy acaso yo ahora haciendo eso con su memoria? ¿Engrandecerla o empequeñecerla y, por eso mismo, dañándolo o mejorándolo?

Sea como sea, el filósofo se quiere plantear las cosas en el aquí y ahora. Y, entre las múltiples relaciones que puede establecer cualquier persona, se encuentra también con la realidad material, con las cosas como cosas, con eso que llamamos objetos, con capacidad de ser herramientas, instrumentos, utensilios. Son de todo tipo, aunque no lo diga. Se supone que es la persona la que con su acción se hace cargo de alguna manera de ello y lo pone en funcionamiento dotándolo de algún tipo de orientación y finalidad. Es más, es capaz de sintetizar, mezclar o combinar alguno de ellos, los que conoce en sus propiedades, para que surjan otros nuevos instrumentos. Los instrumentos que la humanidad ha creado han ido en todas direcciones. De hecho, vivimos en un mundo instrumental, dotado de herramientas por doquier. Pero se podrían haber inventado otras, podría ser "este mundo" de otro "modo". Algunas personas lo intentan. 

La pregunta surge cuando vemos todas estas cosas y nos cuestionamos, precisamente, sobre su orientación, sobre el trato que tenemos con ellas. Y un tanto sorprendentemente descubrimos que, en no pocas ocasiones, nos orientan a nosotros más que ser nosotros quienes les damos una orientación. Se han emancipado de su origen personal y están ahí liberadas, pero funcionando a lo suyo, quizá bajo la influencia de otros "caminos ocultos", como decimos en la escuela de un cierto "currículo" invisible para la mayoría que, por lo demás, es de lo más eficaz para cincelar y dar forma a las personas. 

Quiere Aristóteles separar la felicidad de las cosas, que a la postre será, si se piensa bien, como desconectar el alma y el cuerpo. El intento es noble, sin duda. Lo que quiere decir es que la persona no puede confiar su "alma" a "esto, eso o aquello", sino hacerse cargo de su propia vida autónomamente y sin confusión alguna con "ello". Pero, aunque parezca que no cedo a ninguna palabra de este grande de la historia del pensamiento, tal ruptura será precisamente una herida incomprensible en el alma misma. 

Es muy interesante lo que anota sobre la estabilidad de la virtud. Y ojalá fuera como describe. Que alguien, por el hecho de repetir y de adquirirlas, es decir, de hacerse a sí mismo a la altura de su propia realidad humana, y no menos que ella, por el hecho de disponerse en semejante altura a ver venir todo lo que tenga que venir y responder de ese modo, lo cierto es que, una vez más, Aristóteles olvida muchos recovecos ensombrecidos del avance hacia la virtud. Porque lo que dicen lo que han procedido así es que, lamentablemente, se oscurece en cierto grado la luz del alma y se deja de ver como se veía, para pasar a confiar como jamás se había confiado. Y para ciertos momentos nadie está preparado, ni ha sido avisado con antelación de lo que va a suceder siendo capaz de comprender así el camino. 

Si la firmeza de la virtud se refiere al aprendizaje esencial de una cierta resistencia, de modo que toda virtud enseña antes que nada a mantenerse en ella, entonces puede que sea así. Como dice al final de este apartado. 

Nosotros creemos, pues, que el hombre verdaderamente bueno y prudente soporta dignamente todas las vicisitudes de la fortuna y actúa siempre de la mejor manera posible, en cualquier circunstancia, como un buen general emplea el ejército de que dispone lo más eficazmente posible para la guerra, y un buen zapatero hace el mejor calzado con el cuero que se le da, y de la misma manera todos los otros artífices. 

Pese a las desafortunadas comparaciones, lo otro lo aprendió de un buen maestro. Y ahí sí que hay virtud, cuando es probada. Y las pruebas no son solo esas cosas negativas negativísimas que todos comparten y coinciden en que restan y restan ánimo al alma y vida a la vida misma, sino también muchas otras cosas que, inundando nuestra realidad, ahogan todo lo demás anegando el futuro y el suelo firme en el que se va pisando. Respecto de lo cual, Aristóteles vuelve otra vez a componérselas para decir, unas líneas más abajo, que esto que él llama felicidad es vérselas rodeado de bienes y cosas agradables, pero poco más. ¿Será acaso esta su propuesta y, por este camino, acercarse a quien sufre o vive pobremente para hacerle ver cómo él, como tiene tan poco, hasta la felicidad y la posibilidad de vida feliz se le resta? Pero Aristóteles, ¿no será mejor hablar de otro modo, e irse a la infelicidad del que más tiene para hacerle ver a ese que su vida es un lamento pese a todo y no posee alegremente lo que a otros no les ha costado nada alcanzar? ¡Ay, Aristóteles! ¡Qué jaleos, cuántos jaleos!



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