jueves, 29 de julio de 2021

PROTÁGORAS. Día 78. (Platón, 348b - 348c)

Visto así, en la distancia de más de dos siglos, todo parece fácil. Alguien te invita a una conversación en la que tienes que decir lo que piensas y qué puede ocurrir mal. Simplemente es eso: di lo que realmente piensas. ¿No es la situación más cómoda, fácil y simple del mundo? Pues no exactamente. Para nadie, en general. Pero mucho menos si has dicho antes orgullosa y gloriosamente que eres un sabio. E infinitamente menos si delante tienes a alguien dispuesto a no darse por vencido a la primera y que preguntará no solo de lo que dices, sino de si sabes lo que dices y si vives lo que dices. Tal es el embrollo en el que está metido Protágoras con un Sócrates que parece estar cogiéndole por los brazos y zarandeándole con la máxima corrección para saber si es realmente la gallina de los huevos de oro que dice él mismo ser. 

Tan callado permanece Protágoras, calculando, que una vez más Alcibíades interviene en la disputa, para dirigirse esta vez a Calias. Margen para unos, que no pueden mirar para otro lado ni un segundo. 

Con contundencia el joven, no tan indirectamente, sentencia la cobardía de Protágoras situándolo entre el bien y el mal. Ahí colocado, pero más inclinado con su silencio e indiferencia al mal que al bien. Aunque Alcibíades -mitológicamente-, reflejo de su violencia acostumbrada, aunque sea en este momento mayor o no se comporta como un joven irrespetuoso sin comprender lo que está ocurriendo con Protágoras, o en Protágoras, o dentro de Protágoras, o en Protágoras con el mismo Protágoras. Algo así. El caso es que Alcibíades urge y exige lo que él mismo no da, ni puede probablemente ofrecer. ¡Arrogancia, claro! 

Las personas necesitan tiempo cuando se trata de decisiones importantes o palabras graves. Necesitan tomarse el tiempo o rascarlo con las uñas si es que fluye más rápido de lo habitual arrastrándolas. Este hacerse hueco en la vida, como cayendo a plomo sobre ella, es muchas veces un callarse que no tiene que ver con esconderse, sino con haberse descubierto o revelado algo fundamental, que probablemente estaba ahí desde siempre y que ahora luce particularmente. Este momento -que no es místico, sino más que cotidiano o vulgar para quien no está viviéndolo en primera persona- reconforma el significado de muchas realidades de un plumazo. A unas las deja sin sentido, a otras las rebrota, a no pocas las inunda. Protágoras parece que es lo que está viviendo. 

Alcibíades se toma a juego y broma esto de dialogar y cree que simplemente es intercambio de palabras entre unos y otros, de modo que se puede sustituir a un interlocutor por otro del banquillo y todo seguirá adelante. Atracción, pero de feria. Protágoras molesta. ¡Pues que se vaya! Tal es la forma en la que Alcibíades está, como en la guerra, sometiendo a Protágoras. Y esta no es la forma de Sócrates, a decir verdad, ni cuando estuvo a punto de irse desesperado. No es o Protágoras u otro, sino que Protágoras comienza a importar por él mismo. 

Lo de expresarse -y hacerlo libremente, claro- no es nada simple. Bastaría que cada uno pensara en sí mismo un rato para darse cuenta. Y exigirlo a otros, provocarlo en otros, no siempre resulta igualmente satisfactorio. Insistiría en eso, para tomar conciencia de lo que es hablar con un filósofo así de primera mano, al modo como Protágoras lo está sufriendo. Hay que vérselas ahí para reconocer la exigencia. Que no es un examen al modo como hoy se hacen los exámenes, repitiendo los saberes que otros han alcanzado o haciéndose sabio por citar bien tal o cual página de tal o cual libro, de modo que otros me saquen del atolladero. En este caso, darle la mano a Sócrates es saber que arrancará el brazo de cuajo. 

Lo de expresarse, vuelvo ahí, debe ser libre. Es evidente. Y quien tiene recorrido e historia ya se siente preso de ella siempre, de lo que dijo entonces, de lo que dijo hace algún momento. Liberarse es dificilísimo, rarísimo, escasísimo. Diría que la mayor parte de personas vive en el engaño de creer que no puede comenzar y quedan atrapadas así en un engaño que se hacen a sí mismas, desproveyéndose de su propia libertad, que nadie puede quitarles pero que sí pueden negar o cegarse o enfangarse más. Lo de expresarse tiene algo de "catarsis" que se ha visto siempre del lado del espectador, más que de la propia vivencia. No es un fenómeno de masas, no se produce entre el gentío o la vulgaridad. Eso será compensación pobre y amparo en lo general para desfogar un rato. Pero la expresión de uno mismo es pura liberación, como la Verdad que acontece. 

Sócrates abre esa puerta. Sócrates quiere que esa puerta se abra. Sócrates sabe lo que hay tras esa puerta. Sócrates ya la ha cruzado y, aunque esté ahí presente, pide que otros la atraviesen. Y sabe que no cualquiera está en condiciones de hacerlo por sí mismos. Menos aún algunos. Así que se acerca y lo reclama, guía hasta ese momento. Pone frente a ella a cualquiera. Es la puerta del no ensimismamiento, la puerta de la persona, la puerta del sujeto, la puerta del yo, la puerta de la conciencia, la puerta de la entera libertad, del momento absoluto, del absoluto en la historia, la afirmación por excelencia contra toda negación, la esperanza radical y absoluta en el que el Bien es posible. Expresarse. 

En el expresarse de otro hay posible "homología" entre sabios. Y lo demás serán juegos. 




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