domingo, 18 de julio de 2021

PROTÁGORAS. Día 70. (Platón, 343a - 343b)

Estábamos con la sabiduría de los de Lacedemonia, de los laocontes, de los lacónicos. Lo suyo es, como en español entendemos igualmente, breve, conciso, directo, más que interpelar lo suyo es sentenciar. Y está Sócrates alabándolos en un gran discurso con pelos y señales, con cierta poética. Y nótese una vez más la ironía, por si alguien no se da cuenta. Y veamos la contradicción. 

Las frases breves se recuerdan fácilmente. Esa es su forma de sabiduría. De lo que ya hemos hablado en otro momento, después del primer discurso de Protágoras y en algún otro momento más. La brevedad, la contundencia, el no dejarse llevar demasiado por las palabras y que las palabras traduzcan acertadamente lo que quiere comunicar el pensamiento. Más aún cuando no tenemos claro lo que estamos diciendo, ni si estamos hablando de lo mismo. Lo cual sucede en numerosísimas ocasiones, según la distinta posición del interlocutor. De lo cual podemos deducir que el sabio que sabe que el otro es ignorante cuando quiere enseñarle, dada su sabiduría, tratará de hablar sencillamente para ser más comprendido; lo cual de la parte del ignorante es más complicado de ver, si el ignorante no ignora que ignora y no busca por tanto sabiduría, escuchando al sabio con una cierta apertura y docilidad. 

Se cita en este apartado, como síntesis de toda esta enorme sabiduría, uno de los principios délficos que más tenemos vinculados con el socratismo: 

“γνῶθι σαυτόν” καὶ “μηδὲν ἄγαν”

Son frases que, por su contudencia y enigmaticidad, dejan claro que dicen más de lo que dicen y no hacen que el continente eluda la responsabilidad del contenido, sino que lo ponen a su servicio diciendo, como es propio de la sabiduría, muchas cosas al mismo tiempo y permitiendo diferentes interpretaciones, lo cual sitúa la responsabilidad de aprender del lado de quien debe aprender más que del lado de quien se supone que está enseñando. De hecho, si tuviéramos que comprender lo que dicen estaríamos días enteros examinando. 

Algo parecido ocurre con otras culturas sapienciales en sus escritos principales. No son, al modo como entendemos conocimiento en nuestro occidente actual, conceptuales, definitorias. No conducen a algo, propiamente. Es más bien al revés, resitúan a quien las escucha o las lee, a quien las reciben. Le obligan a desaprender, a buscar. Le ponen en un dinamismo que no le ha calmado pacientemente. Le hacen probar el "filo" de la "sofía" y, por eso quizá, sean tomadas como las más sabias entre las sabias. Y digan, sin decirlo, que el aprender es de cada uno su responsabilidad. Y que sin vivir el camino no se puede disfrutar la meta. Porque el camino y la búsqueda que educa a quien la hace no se diera, se podría llegar al conocimiento sin la forma personal adecuada para hacerse -y ahora toca hablar de otra responsabilidad aún mayor- cargo del conocimiento que ha alcanzado. No lo puedo decir más fácilmente. Salvo que es conveniente proteger el conocimiento de quien no puede hacerse cargo responsable de él, no solo por su bien, sino también por el bien del resto de la humanidad. Algo que no practicamos demasiado hoy o probablemente nunca se ha hecho. Ni cuando dejamos que cada uno piense lo que quiera, ni cuando creemos que alguien sabe algo por el hecho de ser capaz de repetirlo sin haber hecho ningún tipo de esfuerzo integral con su persona para alcanzarlo y sostenerlo. 



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