lunes, 17 de mayo de 2021

PROTÁGORAS. Día 8. (Platón, 312b - 312e)

Ha llegado un momento decisivo, pero no hay oportunidad de detenerse mucho en ello. Sócrates ha hecho una distinción esencial. Algunos aprendizajes se hacen en orden a ser profesionales y ejercerlos como tales, pero hay otros que van tan directamente a la vida que singularizan a las personas sacándolas de su especie y eso es lo que se llama libertad. 

El primer arte, mezclando lo horizontal y lo vertical, tiene maestros y también discípulos, se da un cambio en la persona que aprende y, muy probablemente, aunque no siempre, una perfección mayor en quien enseña. En cualquier caso, tiene una gran superficialidad respecto a la vida. No trata de la vida. Como diría alguno por ahí, por aclararlo un poco más en principio, se ocupa de las circunstancias de la vida, pero no de la vida misma. 

El segundo está en otro orden. El mal llamado maestro no enseña nada, salvo a orientar, por así decir, a la persona hacia la verdad de sí misma y la vida misma, con una verticalidad que espanta y que solo con la ayuda de este acompañante se volvería a ver y contemplar, porque lo común es querer abandonar semejante abismo. De ahí que sean las preguntas la escalera de su permanente descenso y ascenso, dándose simbólicamente ambas a la vez. 

Establecidos ambos, llega el momento de dejar las cosas claras. ¿Qué es Protágoras? ¿Qué enseña?

De ahí que Sócrates, entendiendo que Hipócrates lo ve, sí que muestra su sorpresa y lo dice. Primero, con la dulzura de la pregunta. Segundo, con la dureza del espanto. 

El tema no es el cuidado, ni el deseo de Hipócrates o su necesidad, sino las manos en las que caerá, en las que reposará el alma, la vida. Se ha vuelto, desde el deseo, una necesidad salir de sí. Pero no hay tal, y menos con semejante prisa. No hay necesidad, nada obligado que ligue lo primero y lo segundo. Solo el deseo, que ve camino abierto y quiere adentrarse en él. Y lo vive como algo necesario, casi urgente. Y siendo así, de la necesidad no hará virtud, sino que apagará su libertad con ella. Vivido de este modo. 

El sofista ha comenzado a hacer, en la distancia y de oídas, lo que mejor sabe. Que no es precisamente hablar, como muchos dicen y dirán y seguirán diciendo. Sino que el sofista es un artista en hacerse escuchar, en que otros presten atención a sus palabras, aun cuando no lo han escuchado. El sofista cultiva el arte del atractivo, más que de la palabra. Y, diga lo que diga, que todos permanezcan así ante él y sigan así escuchando. Diga lo que diga, al margen de toda palabra. Cautivando, secuestrando la razón, impidiendo a la persona ser ella misma. 

Hipócrates considera que los escultores y los médicos, que trabajan el cuerpo, lo hacen de un modo análogo como el sofista también trabaja en el alma. Como ya sabemos, está aquí ya dicha la advertencia clara de Sócrates. Pero Sócrates, no es un sofista. Sócrates quiere que su amigo le preste atención realmente, que su amigo piense, que su amigo se dé cuenta por él mismo, que su amigo active en el alma aquello más precioso y valioso que tiene, emparentado a su vez con lo más alto, elevado y digno. Y sigue preguntando, no cautivando. 

Pobre Hipócrates, que cree que los sofistas hablan bien. Pobre hombre, que ya ha sido entregado a su retórica sin siquiera haberles escuchado. Pobre hombre ya atado bajo el yugo de esta sabiduría que sí conoce algo importante, que los hombres son esclavos y continuarán siéndolos mientras no haya un acontecimiento recibido auténticamente, un despertar verdaderamente doloroso, una inquietud -esta sí- de extraordinario dinamismo. ¡Pobre Hipócrates, seducido! 

 



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