jueves, 11 de marzo de 2021

Leyendo "Eutifrón" de Platón (10)

 ¿De qué les sirve a los dioses
lo que reciben de nosotros?
(Platón, Eutifrón, 15a)

Hoy termina, muy probablemente, este diálogo. Aunque, en verdad, no terminará. Lo mejor es que vuelve a empezar, porque Eutifrón ha dado tantas vueltas que regresa al principio. Es así. Aunque no lo hará igual, sino mareado. 

En esta parte final, se dicen cosas extraordinariamente importantes. En la medida en que se asemeja lo divino con lo humano, tomando lo humano en su indigencia, el argumento está perdido y no hay salida. Ciertamente es éste un modo común de "usar" la realidad, como quien usa todo lo demás para beneficio propio. Nada tiene que ver con el cuidado y es ahí donde el flanco más débil de esa entrega rebaja el contenido de la ayuda. 

Por otro lado, si la distancia es tal que no hay relación, sería absurdo seguir hablando de lo divino. Si no existe posibilidad alguna de hablar y ser escuchados, es decir, de emparentar lo divino con lo más noble de lo humano, entonces tampoco merece la pena hablar de piedad salvo por desahogo y reconocimiento de aquello tan distinto, tan infinitamente distinto que se vuelve para sí y es incapaz de ningún diálogo.

Es más, por seguir con el asunto, si la relación no se establece desde el diálogo, sino desde la utilidad, se tratará lo divino con afán posesivo y se buscará, como entre tantas otras realidades, situarse por encima para conseguir manejar a su antojo. 

Algo importante, en lo dicho en otras partes del discurso, es lo justo, la medida adecuada, el saber estar en la balanza, el equilibrio ideal en el que no se busca sino otra cosa que ser lo que se es y punto, y reconocer lo que el otro es y poco más, muchas veces, que el quedarse en el reconocimiento del otro sin asirlo, atraparlo o pretender contenerlo. La frase ha salido larga y compleja. 

Termina este diálogo frente a esta imposibilidad, que al tiempo revela en su conjunto su esencia. A medida que nos adentramos en lo divino, y muy probablemente también en todo aquello impregnado con su huella y presencia, intentar dar un paso definitivo y cancelar la cuestión no sea nada más que una temeridad que no resiste la lógica más esencial. Las preguntas de Sócrates se encaminan a ello, a que alguien diga todo de todo, a agotar y acotar un asunto. No se complace en una parte, en una nota, busca aferrar lo cierto, siendo en muchas ocasiones una tarea imposible. A lo divino, insisto, como a tantas otras realidades en las que lo divino actúa y vive presente, el acercamiento no puede venir de la invencible razón limitante, sino, más bien, de aquella razón que amplia y pregunta, que roza el misterio y no agota la realidad, que no puede agarrar definitivamente algo como se coge una moneda para introducirla en el bolsillo y sentirse dueño y señor de ella. 

Eutifrón se aparta desesperado tras su último intento, que ha terminado en pura idolatría, en comercio con lo divino. Si en ese momento hubiera dicho otras cosas, quizá hubiera soportado en algo dicho sin engañar, sin mentirse a sí mismo. Si en ese momento se hubiera reconocido hablando de lo más sublime, enganchado al misterio último y desconocido, sediento y necesitado, con ganas de entregar lo que pueda sin saber que nada es, en lo religioso, "a cambio", sino en diálogo, en relación, en gratitud y agradecido. 

El final, las últimas palabras del diálogo, dicen mucho de qué es esto de la piedad, qué es lo divino, cuál es la relación sincera que cabe establecer y vivir en relación con el sobrecogimiento que provoca la mera evocación y su presencia: "en adelante llevaría una vida mejor". Sócrates lo sabe. 



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