miércoles, 22 de septiembre de 2021

ÉTICA A NICÓMACO. Libro I,7 (Día 11)

Estábamos con los fines (que son, del otro lado, fundamentos y principios del obrar, o sus relaciones más intensas) y Aristóteles pervive en el giro antropológico (qué modernez) de la filosofía antigua griega. Con la necesidad inconfesada de dejar de hablar del mundo y de sus cosas y volverse sobre sí mismo para conocerse en algo más profundamente que la primera intuición o toma de conciencia. Ahora, alardeando de un interés muy profundo, quiere reconducir la conversación -y ya van varias veces que lo repite- a su origen, sin miramientos. 

Pero volvamos de nuevo al bien objeto de nuestra investigación e indiquemos qué es. 

Tal forma de expresarse merecería terminar con un "chimpún" sonoro, acústicamente equilibrado, a la par que denso. Hay que intentarlo, al menos intentarlo. Definir qué es el bien. Antes, si es posible, decir cómo se pretende llegar a él. Y, lo que es más importante todavía, no sustraerlo con la reflexión, como un ladrón en la noche, de la experiencia de las personas concretas de carne y hueso. No sea que las palabras provoquen una distancia y división inadecuada. 

Lo primero, que es diverso en cada arte. Hay un "bien" para cada una de ellas. Una perfección, por tanto. Algo que hace que lo que es sea lo que realmente es. Y, por lo que se ve, ya que requiere de nuestra participación y tarea, no se da por sí mismo automáticamente, directamente. ¿No será entonces algo que "se pone" más que algo que "se desvela"? En tanto que cabe preguntarse por el bien de cada una, ¿se tratan por separado o hay algún modo de proceder sobre sobre todas las formas de bien a la vez, como en su raíz o destino?

Lo que señala Aristóteles como diversidad es la diversidad de las acciones humanas. Todas ellas, que son muchas, se puede decir si son buenas o no, si son mejores o no, si se realizan acorde a lo que dicen ser y su objetivo o no. Y así sucesivamente. Aristóteles distingue, lo subrayo, las acciones humanas. Quizá porque es el tema de la Ética. Ya sabemos que Aristóteles dirá después que, como nada le parece uno, salvo el fin, las acciones serán también distintas unas de otras. Lo cual es muy razonable, evidentemente. 

Lo segundo, que lo mejor parece ser lo perfecto. Lo cual es evidente solo a la razón que se piensa y repiensa. Porque nada en lo concreto me lo dirá jamás, salvo como reclamo, como exigencia, como grito o como lamento. Pero queda ahí. Lo mejor será lo perfecto implica, a mi entender, más una tensión, y por eso se llama finalidad en cierto modo y lenguaje, que algo definido. Su fin precisamente es de una indefinición tal que queda siempre abierto. Lo cual choca, dicho sea de paso, con el totalitarismo de la razón que solo encuentra fenómenos de los que puede hacerse cargo y todo lo demás lo deja pasto baldío del que dice no querer nutrirse. Aristóteles, al menos aquí, es más honesto. Existe la posibilidad de refundarse en fuentes inagotables de sentido. Lo perfecto, el fin será uno como bien. Y eso es lo que buscamos. ¡Toda una confesión! 

Lo tercero, que buscamos algo por sí mismo y no por otra realidad. A ese bien, que es el más perfecto de todas las otras perfecciones, como fin último, lo elegimos por sí mismo sin dudar. Y aquí, que alguien me perdone, pero Aristóteles se vuelve ya un ser de una hondura grande, que ojalá no abandonase jamás. Y ya que ha llegado aquí, lo que tendría que decirnos es, no especulativamente sino muy claramente, cómo es llega. ¿Cómo es Aristóteles que has hecho el largo recorrido que separa lo concreto de los bienes alrededor de los cuales decimos vivir y ese otro más bien deseado que poseído? ¿Cómo lo has hecho, por qué vía?

Un fin último. Lo deja ahí. Más allá del cual no cabe pasar. Estaría colmada esta vida y todas las posibles. Lo de ahora y lo de siempre. Finiquitada toda existencia. O sea, ese fin último se presenta al modo de un destructor de todo lo demás, a cuya sombra todo se vuelve insignificante, ridículo y poco o nada. De modo que, encontrado lo que se busca sin encontrarlo realmente, hay que ponerle nombre: felicidad. ¿Entonces, ya que lo conoces, no lo tienes? ¿Dónde lo has visto y no lo has atrapado para siempre? ¿No se deja coger, pero no nos lo dices? ¿Y cómo decir entonces a quien busca la felicidad sin tenerla, sabiendo que la hay y no puede alcanzarla? Nada. Sobre eso, nada. Solo el fin: felicidad. 

Pero bueno, Aristóteles, amigo y compañero. ¿Qué pasa con las personas que alcanzando honores, placeres y todo lo demás dejan de buscar más allá de todo eso? ¿Y qué pasa con tantas y tantas personas que dicen que son felices y a la mañana siguiente siguen buscando y buscando? ¿Qué fin último se alcanza el viernes para reiniciarse el sábado, o el lunes para volver a estar perdido el martes? ¡Ay, Aristóteles, amigo!

Dice que muchas cosas (honores, virtudes, placeres) los deseamos doblemente, por sí mismos y por otra cosa. ¿Acaso todos ellos hablan? O, vuelvo a decirlo, ¿no será la persona la que habla al tratar con todo ello, si es que habla, si es que piensa, si es que es reflexiva? Porque, insisto, conozco no pocos cuya vida se ve colmada con todo esto y, en principio, ni buscan, ni quieren buscar más. Por mucho que les diga y se les insista en que es algo frágil y perecedero, o que es todavía un peldaño para algo más. Peor aún, incluso si eres de lo más sincero y le dices que por ahí, probablemente por ahí, no hay fin último sino camino amplio donde cabe ya de todo, hasta el extremo de la mundanidad, y que no se cansarán de más y más olvidando toda posibilidad de algo distinto cualitativamente y mejor. Cualquiera va hoy y le dice a alguien así que todo eso no vale nada, aunque crea lo contrario. Cualquiera. Ya sabes lo que espera a quien quiera intentarlo. 

Lo último, con la autarquía, con la autosuficiencia, con el autopoder, con el autoprincipio-en-sí-mismo... etc. Difícil de traducir, lo comprendemos mejor casi en griego. Cuidado con el "sí mismo", que se dirá muy acertadamente, con hacerse a uno mismo como referencia de todo (lo demás y los demás). Cuidado, cuidado. Y, sin embargo, aquí esta filosofía y también la de su maestro y maestro, como se encaje bien, termina aquí. En creerse tan suficientes, tan poderosos, tan gloriosos que se oscurezca en las tinieblas toda otra realidad, esperanza y salvación. Así de claro. Autarquía que nos vuelve solitarios, encerrados y mezquinos, olvidadizos y encorvados. Autarquía que lleva el sello inconfundible del gran pecado, leído incluso desde fuera de la Biblia, porque es tan evidente a la humanidad que es deshumanizante que ningún despierto podrá negar la barbarie. Autarquía, sin nadie. Solo ante el peligro, como vida que se absolutiza. Eso, evidentemente, de felicidad tiene poco. Se consumirá a sí misma, consumiendo a otros. 



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