sábado, 7 de agosto de 2021

PROTÁGORAS. Día 87. (Platón, 350c - 351b)

Como llevo aquí un montón de días seguidos dale que te pego, me sigo permitiendo decir lo que pienso. Me dan ganas muchas veces de pedirle a Protágoras: "¡Olvídate de todos los demás y céntrate!" Y a Platón: "¡Por qué insistes, por qué no te vas y le dejas con lo suyo!" Y a los dos: "¡Por qué no decís de una vez lo que realmente estáis pensando, que me va a explotar la vida, más que la cabeza!" ¡Vamos!

¿Qué más hay que decir? Pues que, sorprendentemente, Protágoras está compitiendo contra Sócrates, mientras Sócrates quiere colaborar con Protágoras. Así no hay quien se entienda y no sé por qué siguen adelante. Con buenas palabras, solo en el ámbito de las palabras, el sofista tiene que demostrar que su discurso es superior al de cualquier otro. El socrático, con sus preguntas acertadas también, que son palabras igualmente, está empeñado en que la sabiduría es concordancia con el discurso. Mientras que Protágoras se sitúa en el mundo plano en el que toda la realidad compite entre sí, Sócrates da un cierto golpe de profundidad que convierte a la humanidad entera en un reflejo de algo superior o más hondo. Si los sofistas se quieren adueñar del discurso, como robándolo, al modo como Prometeo lo sisó a los dioses, a los socráticos les interesa más bien que la Verdad les posea. O algo así me imagino yo en todo esto. 

Este Protágoras es un buceador que no se ahoga fácilmente, un domador de caballos capaz de extenuar o un soldado en la batalla con un escudo de enormes protecciones. No se me ocurre otra cosa que lo que hoy decimos "cinismo", mal entendido, como tantas cosas. O incluso "indiferencia". Se trata a sí mismo como un dios al que la realidad debe pleitesía y colaboración. Y teme enormemente el descrédito de los demás. Si fuera un personaje evangélico, lo compararía por sabio con Nicodemo, que solo es capaz de ir a hablar cara a cara con Jesús en la noche, sin cámaras, sin escuchas, en lo privado. Y en lo privado confesarse. A Protágoras, embebido de lo público, como a tantos otros que se viven en la exterioridad, le falta algo de sí mismo que solo se puede alcanzar en la sinceridad personal, que no es la autenticidad del mostrarse sino la conformación con la Verdad, el impacto desolador y desesperanzador del primer roce con el milagro que es escucharla hablar sin mediador aparente alguno salvo la propia subjetividad, singularidad, intimidad, alma, vida, conciencia. No son lo mismo, pero qué más da eso ahora para lo que estoy queriendo decir. 

Vamos a ello. Lo que el personaje del diálogo va a demostrar a continuación es que entiende perfectamente el proceder de Sócrates, lo que dice y por qué lo dice, que no da puntada sin hilo, ni pregunta por preguntar. Esto es importantísimo verlo. Tanto el actuar de Sócrates, que no es mero discurso. Sino también el de Protágoras. Porque algo fundamental para el sofista es conocer al adversario, como en la guerra, para atacarlo mejor. Lo cual demuestra que, una vez más, la estrategia, el método lo es todo. Y no hay nada más en su horizonte. 

Todo comienza de la siguiente manera: ¿Da lo mismo qué sea lo sustantivo y qué lo adjunto? ¿Dónde está la fuerza y el peso de la argumentación? Y volvemos una vez más a comprender que la cuestión de qué es primero y qué es secundario no es irrelevante en absoluto. Como jugando, eso sí, Protágoras se agarra a ello: 

No recuerdas bien, Sócrates, dijo, lo que yo decía al responderte. Cuando me preguntaste si los valientes eran intrépidos, estuve de acuerdo. Pero si son los intrépidos valientes, no me lo preguntaste. Si me lo hubieras preguntado entonces, te habría dicho que no todos. En cuanto a que los valientes no sean intrépidos, de ningún modo has mostrado que no di correctamente mi respuesta. Después... 

En resumen, una intervención larga de aquí para allá. Es que, según Protágoras, Sócrates debía haber preguntado otra cosa, no esa. ¡Ay, qué hombre! 

Tan es así, que lo siguiente, después de escucharle hablar sobre cómo Sócrates hablará y preguntará es lo siguiente: 

¿Consideras, Protágoras, que algunos hombres viven bien y otros mal?

O sea, como si Protágoras no hubiera dicho nada. Literalmente. Es para leerlo, imaginando una sonrisa en la nueva pregunta. ¿Qué pensaría entonces Protágoras? ¿Qué le pasaría por dentro después de este nuevo giro? ¿Se lo esperaba, él que tan buen conocedor de Sócrates dice ser? 

La cuestión tiene una respuesta más que evidente. En múltiples sentidos. Es incuestionable. Pero hacia dónde irá, qué separará a unos de otros, los definirá, los distinguirá. Así, en general, es evidentísimo. ¿Y si bajamos a lo concreto, mirando a la cara, por ejemplo, a unos y otros, seríamos capaces igualmente de verlo? Es decir, usando la razón, ni se cuestiona. ¿Y con la sensibilidad? ¿Qué nos puede ayudar, si no es un buen criterio precisamente, entre unos y otros? 

Es más. Está claro que por mucho que hablemos de "personas", de "seres humanos", detrás de cada una de estas expresiones estamos nosotros mismos involucrados. La pregunta se puede formular directísimamente sobre uno mismo o se puede recibir directísimamente de otro, incluso de la vida misma. ¿Es tan evidente? ¿En serio? ¿Usar la razón así resulta fácil, cómodo, tranquilo y claro?

Protágoras no tiene dudas y responde: "Sí." Claro que el bien y el mal nos ocupa, nos afecta. No hay tregua, no hay margen para situarse al margen del bien y del mal, de la vida buena o de la vida mala. No hay salida. O una cosa, o la otra. Y, por mucho que alguien quiera dulcificarlo con una especie de mezcla y mezcolanza clamosamente sabremos que la síntesis y la concordia no es, en absoluto, algo pacífico en nosotros, que la convivencia entre el bien y el mal no es posible. 



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