martes, 11 de mayo de 2021

PROTÁGORAS. Día 2. (Platón, 310a - 310d)

Comienza el relato. Sócrates hace de narrador, de pedagogo esclavo según la petición que le han hecho. Sentado junto al coro. El agradecimiento, entre amigos, ha ido por delante de todo lo demás. ¡Escuchad! 

Según su historia, todo comienza de noche. Hipócrates, con bastón, golpea su puerta a una hora poco común. Hipócrates quiere ser el despertador de Sócrates porque Hipócrates no ha dormido bien. Ya veremos por qué. Pero una vez más, lo que cada uno lleva consigo quiere compartirlo con prisas y agitadamente con los demás, sin descanso e interrumpiendo la calma y el descanso ajenos. Esta suele ser la altura de nuestro trato con los demás, especialmente con los amigos. Los incomodados que incomodan. Los angustiados angustian. Los preocupados preocupan. Etcétera, etcétera. Sin más miramientos, sin más freno, sin más distancia. Dejándose llevar apasionadamente por lo que les apasiona. Simplemente eso, dejándose llevar y queriendo llevar a otros consigo. 

Como esto no lo lee nadie prácticamente, diré lo que realmente pienso. Tampoco tengo sobre mí el peso de ninguna exigencia academicista, ni vendrá detrás un corrector, bolígrafo rojo en mano, a tachar, si no censurar, aquello que es inapropiado. Sobre el inicio de este texto, poco he leído comentado y, de entre esas minucias, se pasa por alto la encarnación socrática de la ironía que luego mostrará hasta el final. No precisamente por las palabras que refiere a cerca de Protágoras, que son puro elogio, aunque matizado. Sino por la encarnación que él mismo supone del diálogo que, ese sí, elogia encarnecidamente y al que está dispuesto contra viento y marea, noche y día según se dice, despierto o dormido. Y que solo le llena de gratitud, si bien su ejercicio a muchos nos puede suponer una enorme tristeza, cuando no desesperación. Por nosotros primero, si es que hemos sido amigos de la verdad. Por la situación del mundo, siempre en general y totalitaria, que tanto duele comprobar. 

Esto comienza en el intercambio de palabras. La filosofía que vendrá después de esto no es nada más que eso aparentemente. Puro intercambio de discursos, que van y vienen, que parecen volar o sobrevolar. Palabras que traen consigo realidades, realidades que humildemente se dejan portar y trasportar. Palabras que llegan, primero a uno mismo, desde bien lejos, desde donde la memoria no alcanza, ni atisba, ni se hace una idea siquiera próxima de lo que puede suponer. Pero que llegan o estaban ahí. Quién sabe. Ignorantes nosotros de ellas y su origen, las usamos. No como vocablos, sino como algo más. Siempre más. Y les pedimos que lleguen intactas y en su pureza aparezca ante otros lo que en nosotros ha empezado a germinar. Que vean la realidad que nosotros vemos, pintada, si es que esto es posible, de este modo. Teñida, pero no cambiada. Porque a las palabras les pedimos eso, que el discurso no cambie la realidad, cuando decimos que hay realidad y cuando ejercemos el decir con nuestras palabras. 

Hoy en clase, una vez más, los alumnos discutían sobre temas más o menos adolescentes. El punto de vista, la perspectiva. Unos defendían que el bien y la verdad no existen, son creación nuestra, nosotros decidimos qué es lo bueno y qué no. De tal modo que, preguntaba yo: ¿Alguien le puede decir a este mal que vivo que se convierta en un bien y deje de incordiar? ¿Alguien puede decirle a esta mentira que cambie y se haga verdad? ¿Soy yo quien tiene tanto poder? ¡Pues al menos yo, no me he enterado bien de esto! ¡Qué ignorante! ¡O qué débil soy! ¡Y cuántos ignorantes y débiles hay a mi alrededor, incluidos los que buscan algo de sentido!

Sigamos. Hipócrates, el domador de caballos, dominado por sus pasiones acude rápidamente a Sócrates para darle una buena noticia, ¿será un nuevo suceso? Juzga que lo que está pasando en Atenas es especialmente grande e importante. Y lo será, ciertamente. Proféticamente, casi. Si bien no por el camino que él prevé. 

A Sócrates no llega a moverle. Hipócrates llega a sus pies y le cuenta eso tan bueno de lo que se ha enterado y que no le deja reposar. Mientras Sócrates le responde que eso ya lo sabe desde "anteayer". Un leve recuerdo quizá, en la composición, que trae a la memoria las escenas de la cárcel, como bien recordará el lector platónico esencial. Un cierto paralelo, también temático como veremos, en el que la resolución sobre la verdad es aquí más benévola, con su prepotencia, que la magnanimidad cruel que expresará la asamblea en la Defensa. Protágoras, con todo su miedo, queda por encima de toda democracia en el ejercicio de su poder popular. Quedará en el diálogo, como veremos. 

La palabra que va y viene es, al igual que la razón y la verdad y el bien y la justicia, desposesión y libertad. Aunque exponerse demasiado a ella, sin estar preparados, tiene igualmente consecuencias. Las mayores, de hecho. Las cruciales y decisivas. Nada de palabras que se lleva el viento o que dé igual haber escuchado o no, dicho o no. ¿Encarcelan entonces? ¿Son cuerpos realmente? ¿Alimentan o vacían?

Entre bromas, se inicia la ironía. Una vez más, que todos tengan claro en qué términos se jugará y cuál es el papel del buen humor entre tanta gravedad y vida. ¿Qué es lo que sucede? Nada más y nada menos que una pregunta que afirma y descubre al propio Hipócrates su débil dominio de sí, su escaso control, su excitación irracional. Simplemente eso provoca risa, siendo alguien que lleva bastón. ¿Tiene gracia? Probablemente ninguna y quede señalado así la peculiar situación en la que se encuentra la mayoría respecto de la fuerza de las palabras que escuchamos ir y venir, venir e ir, pero que se quedan incrustadas allí donde el alma debe decidir siempre su siguientes paso y el otro. 

¿Está Hipócrates en deuda o al revés? ¿Hay algún deber en relación con el otro, alguna obligación? Olvidando a Protágoras, ¿se explica la conmoción y las mociones en lo interno de las personas por un algún tipo de deuda original, o de espera de algo debido? ¿Estamos situados desde nuestro nacimiento con esa alerta, despiertos de ese modo, volcados sobre lo ajeno, sabiendo ingenuamente demasiado sobre nuestra precariedad y necesidad de salvación? ¿Será esto lo que se pregunta aquí, en una de tantas ironías? ¿Estamos de broma o no? ¿Es locura la razón de la espera? ¿Es mesianismo anónimo o confesado? 

Hipócrates quiere ser sabio. ¿En qué virtud? ¿Tiene madera, estando tan poco preparado para la verdad de la vida, para que llegue sin espantarse más de la cuenta o sin poder resistir sus primeras lecciones? ¿Quiere, en serio, ser sabio? ¿Alguien sabio se pondría en manos de Protágoras, da igual en qué generación, tiempo o lugar? ¿Estar así es, efectivamente, querer sabiduría sin tomar precaución alguna, es decir, empezando sin humildad, empezando sin reconocerse, empezando la casa por el tejado? 

Y Sócrates responde: dale dinero y te dará todo lo que tiene; pues lo que tiene se puede comprar. ¡Y punto! 



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