La muchedumbre es un "topos" tan común y tan antiguo que antecede a Sócrates, a los sofistas y a lo filosófico. La persona está en la naturaleza sin ser naturaleza. Decir eso es tan básico que no necesita ni explicación. Se conoce de modo directo. Se sabe intuitivamente. Sin embargo, la persona puede buscar refugio a su intemperie en su especie, como una especie de retorno y negación de su condición en aras de una tranquilidad que le proteja de su propia responsabilidad para consigo mismo. Y poco más. En este sentido, "la muchedumbre no comprende nada, sino que corea."
Es una imagen explotadísima. Curiosamente, suelen ser los otros los que están en la masa. Solo algún filósofo en la larga historia que tiene ya habla de formar grupos de gente que funcionen precisamente de este modo, con una conciencia única. Pero insisto en que siempre serán los otros los amasados, siempre se verá a los otros de ese modo. Es difícil verse a uno mismo de ese modo, porque nuestra conciencia inmediata lo niega. Lo que sabemos directamente es que no somos ningún grupo de personas, ni pertenecemos realmente a ninguna especie, sino que somos únicos. Y por eso nos queremos comprender así. Otra cosa es nuestra sutil capacidad para ver a los demás, insisto, sin su personalidad propia, comportándose como "gente" y poco más.
Creo que el sofista así lo ve y así lo proclama. Quizá porque ni siquiera se ha examinado un poco a sí mismo. Quiere defenderse de la especie dominándola, no respetando por tanto su peculiar "originalidad". En otros términos diríamos que se sitúa en el lugar del dios. Aunque a alguno no le guste demasiado este lenguaje, es lo que está en juego. El sofista opta por salir de la humanidad para mirarla por encima del hombro y ejercer un poder que no le corresponde empequeñeciendo a los demás.
Frente al sofista, Sócrates como resistente. Resiste del lado de la humanidad que no obedece, que no sucumbe a las palabras bonitas de los que dicen cualquier cosa. Resiste del lado de quien tiene conciencia de sí misma, de no ser de una especie de hombres en general, y examina que no pertenezca por tanto a ningún grupo hasta el punto de perecer con él. Una cosa es relacionarse, otra es participar, otra muy diferente someterse. Ahí está Sócrates presentando sus credenciales a Protágoras.
El desprecio de Protágoras hacia sus semejantes es notorio y palmario. En una sociedad dividida entre libres y esclavos, se da cuenta que los libres son también requeridos por una libertad que no se hereda de otros, y que, por lo tanto, también hay libres esclavizados y libres liberados. La masa, por otro lado, responde casi incondicionalmente a lo dicho por otros, haciéndose eco, como un coro de teatro que no ocupa lugar relevante en la escena dramática.
Ahora bien, si ha despertado a una auténtica verdad, lo que hace es traición a la verdad misma. En el ejemplo cavernario, según él, sería una especie de hombre incompasivo que, habiendo visto algo auténtico bajo la luz del mismo sol, vuelve dentro de la caverna para cultivar aún más el dulce letargo de sus contemporáneos. Algo que, si se me permite el comentario, es realmente imposible. Nadie que haya visto la Verdad vuelve al prójimo para esclavizarlo. Habrá visto otra cosa, pero no la Verdad, no el Bien, no la Belleza. Y no me puedo explicar mucho más aquí de momento. Pero queda dicho. Desde el principio se puede notar que algo falla realmente en toda la sabiduría que Protágoras esgrime como original y propia. ¿Qué es eso que no cuadra? Su vida. Nada más que eso. Nada menos. Alguien de cara a la Verdad y el Bien no puede vivir como Él vive.
Protágoras, el valiente, dice exponerse al peligro que los demás suponen para su vida, porque al verle todos le envidiarán, todos querrán lo que tiene, se volcará sobre él su ira, rencor y mediocridad. En lugar de desear ser como él, muchos, la mayoría, la muchedumbre no intentará siquiera esa cota y acabarán con él. Un profeta, o algo así. Algo muy parecido a un profeta, pero de sí mismo.
Lo que Protágoras parece haber descubierto es el arte que le permite ser diferente a los demás, pero de tal modo que no provoque solo rencor, sino con un arte que los controle y aplaque, convirtiendo a los demás en sus seguidores, discípulos dóciles.
En su razonamiento, para la muchedumbre el que se distingue obra un mal al grupo. Así lo vive, y no creo que hasta aquí haya nada nuevo tampoco. Está dicho de mucho antes. El grupo, como mejor se organiza normalmente, es expulsando de sí al otro, al diferente. La común costumbre de querer encontrar un enemigo sobre el que volcarse. Porque el miedo al diferente, al otro, al de verdad extranjero o que no quiere negarse a sí mismo como persona única en un cúmulo de relaciones que lo plieguen a dejar de ser, termina en su expulsión en el mejor de los casos. E insisto en que esto se ve siempre mejor en otros que en uno mismo. Para reconocerlo en sí mismo, ahí donde comienza la filosofía socrática bajo la máxima del crucial "Conócete a ti mismo", hace falta algo más que la desconsideración de los demás por la consideración de uno mismo. Hay algo de amor hacia los demás en todo esto que no puede olvidarse en defensa de una subjetividad muy completa y una personalidad muy elaborada y cultivada.
El suyo es un camino de una supuesta grandeza: ser él mismo. No ocultarse y presentarse a los demás como sofista, pese a lo que pueda pasar. Y contar precisamente esto. Mejor, según él, no ocultarse. Y tomar precauciones. Curiosamente, para que los otros no le hagan mal, para no sufrir. ¡Al amparo de los dioses!
Y como se presenta ya casi como un anciano educador de jóvenes, Sócrates invita a Pródico e Hipias, porque parece que está hablando para que también ellos, que siguen este camino por su cuenta, reconozcan su superioridad no solo entre los hombres y la muchedumbre, sino también entre el grupo de los que se dicen sofistas.
Inmediatamente Sócrates ha creado una asamblea. Nada más y nada menos. Lejos del privatismo. Pero en el lugar que había dispuesto Hipias para sí. Toda una cátedra para escuchar a hombres sabios.
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