jueves, 27 de mayo de 2021

PROTÁGORAS. Día 18. (Platón, 317a )

Estaba ya hablando Protágoras, que ha cogido la palabra para expresar su situación. Él, como sofista, a diferencia de otros agraciados con ese arte, no se ha ocultado detrás de ningún disfraz poético, físico o musical, sino que se ha presentado con lo que es. Sin embargo, reconoce que muchos otros antes se han disfrazado por envidia. No por la suya, sino por la de otros. Y por el miedo a las consecuencias. 



Voy a detenerme un poco. Explorando aquí y allá, sin más. 

La envidia, de la que no suele hablarse en exceso, sobre todo cuando se tiene, no tiene fácil freno. Siempre me ha parecido interesante recordar a Hesíodo, porque le dedica una especial mención entre lo poco que ha llegado. La hay de dos tipos: de la admiración que mata a quien la tiene y del odio que mata a quien se envidia. En cualquier caso, apunta hacia la desaparición de alguien. Se da entre personas, no con las cosas. Aunque las cosas puedan ser motivo. Pero se focaliza en las personas. 

Es difícil hablar de ella largo tiempo. Alguna vez lo he intentado. Por un lado, es una pasión y se presenta como tal. Por otro, sin dominio, mueve a la persona a hacer algo. De momento, lo primero, es el oscurecimiento de la razón y la inteligencia, casi del alma en su conjunto. Que ni es capaz de ver otras cosas, ni se despista con su atención. Queda anclado. Secuestra a quien la vive. De tal manera que se desprecia a sí mismo o desprecia a otro. Pero queda atrapado, sin mucha más salida que ofrecer. 

El contrario de la envidia, que sigo buscando, apareció ya en otro comentario al blog. Creo que lo mejor que he visto hasta el momento es el buen deseo hacia los demás. Buen deseo. No tengo palabra clara por el momento. Igualmente, como decía en otra ocasión, la envidia no suele engañar a nadie, no se trata de una mentira, sino de una verdad mal vivida, retorcida, aislada del conjunto. Lo cual me ha llevado a pensar que la verdad no está simplemente en meras proposiciones o juicios, cuando se eleva sobre realidades complejas, sino que es propia de la razón en sentido amplio con su dinámica propia. De modo que la envidia se instala ahí, en la capacidad para el juicio sobre otros, que tomados como similares, de pertenencia a un género común, de repente se presentan como enemigos de la propia vida o felicidad, rompiendo la propia concordia, lanzándose contra los demás. 

La envidia es esa verdad incómoda sobre los juicios complejos que atrapan al otro sin dejarlo vivir, hasta desear la muerte, sin ver más salida que la rivalidad, sin alegría alguna, sin reconocimiento. La envidia siempre es la reducción en la complejidad de la persona haciendo una síntesis inapropiada e inadecuada tanto de quien piensa como de quien se piensa. Y supera con creces cualquier límite fácilmente previsto, asediando. 

En la envidia hay un componente afectivo fuerte, pero también de juicio en tanto que percibe ya con una orientación de la propia vida hacia el otro, que es más que un análisis de situación propia respecto de la ajena, e involucra el querer y el deseo, lo volitivo. Oscuramente vinculado. Pero sin que se pueda adentrar fácilmente en el entorno y en su origen. Queda ahí, como error de la percepción, como una percepción de la mentira tomada como verdad. 

Sin duda, la envidia es personal y social al mismo tiempo. Hay envidias colectivas, compartidas, que no rivalizan entre sí sino con otro, que sufre esa mirada general sobre su propia existencia. Pero debe tener origen en algo. 

Pienso en el relato de Adán y Eva, por ejemplo, o en otros mitos paralelos del mundo babilónico-asirio. Hay una desigualdad ontológica vivida como rivalidad epistemológica. La desigualdad es real y patente, manifiesta desde el inicio. La percepción está ajustada, hasta que se quiebra. Y es condición previa para todo lo demás. Entre lo cual participa la sospecha, el pensamiento sobre una injusticia que no hay, el engaño del otro sin percibir el propio engaño. Y la persona que lo vive, a medida lo que vive y sin ser capaz de dominarlo, va permitiendo que la envidia tenga progresivamente más voz y más voz. Carcomiendo todo, resquebrajando progresivamente la relación establecida. 

Es duro ver la envidia de este modo, como pretensión de llegar a ser lo que no se es, deseándolo, y estando dispuesto a matar a otro creyendo que así se podrá o bien ocupar su lugar, o bien alcanzar la paz de nuevo. Es desear regresar al Edén cuando se está en él, pero habiendo salido de él racionalmente. 

Una y otra vez. 

Protágoras se queja de la existencia de la envidia de modo generalizado. Es ante el don del otro. Queda, por tanto, justificada. No es vacía, no es un sinsentido. Sino una forma de mal comprensible y merecida que, en el fondo, cualquiera que posee un arte como la sofística deberá aprender a padecer de parte de la masa. O eso, o dejarse matar, que es lo mismo más o menos que ocultarse en vida. 

Según Protágoras, él es un valiente. Porque le ha plantado cara a la envidia de los demás y sigue adelante. Aunque con precauciones, claro. Que es, como bien dice, extranjero en tierra extraña. 

De la envidia, a la muchedumbre que corea. Y, en esto, también acierta. Y el arte de Protágoras es que, conociendo que la envidia tiene dos caras, la de la admiración al otro hasta la muerte de sí mismo y la del instinto asesino para privar al otro de su don y arte, ha querido aprovechar su ventaja con las palabras para dar a la masa lo que realmente quiere, de tal manera que ya no tendrá que vivir del miedo a su envidia, sino solo disfrutar del provecho de su admiración. Aunque la envidia les haya causado la muerte, como el peor de los males. Están muertos en vida, así es, porque en lugar de hablar por sí mismos son simple eco, simple redundancia de lo ajeno, simple vacío lleno de la voluntad de los sofistas. 

La sofística no cura la envidia, sino que la aprovecha. Y lo hace en masa. ¡Esta es la clave!


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