miércoles, 19 de mayo de 2021

PROTÁGORAS. Día 10. (Platón, 313a)

Lo más personal e íntimo, la máxima soledad posible del ser humano, esa decisión que solo uno puede tomar y nadie más tomará por uno, no tiene por qué rechazar de plano a los demás, más bien al contrario. La máxima responsabilidad de uno consigo mismo ante el bien y la verdad, ante el mal y la mentira, también puede recurrir al auxilio de los otros. Es algo que continuamente hacemos, aunque luego sea tan nuestro que no se pueda imputar a nadie. Y nuestra culpa sea solo nuestra, y lo sepamos bien. Y nuestro mérito sea no solo nuestro, lo tengamos igualmente claro. Uno solo no sobrevive. Esa infancia en la que, en precario y desprovistos de la capacidad de darnos el ser a nosotros mismos y sostenernos en él, somos acogidos y cuidados se prolonga indefinidamente. Y, aunque cambia el modo, permanece definiéndonos sin que nada esté en nuestra mano para salir de ahí y valernos absolutamente por nosotros mismos en todo y para todo, y mucho menos aún frente al bien y la verdad. De hecho, serán precisamente el bien y la verdad la que hagan no pocas veces retroceder el camino, frenar la marcha y pedir el auxilio necesario. Y cuanto antes se vea esto, mejor. Y cuanto antes se acepte, incluso se ame, mejor. 

Hipócrates, el afanado, quiere ir a ver a Protágoras. Él mismo y por sí mismo, y ponerse en sus manos. Sabe que necesita, aunque no sea exactamente qué necesita. Y aquí el amigo Sócrates evidencia que es la persona entera la que, en alma como en cuerpo, expone precisamente por su precariedad la vida permanentemente en lo cotidiano. Lo que ocurre es que no hemos cuidado suficientemente bien de la vida en sí misma, es decir, del alma, tanto como parece que atendemos y cuidamos del cuerpo, de lo físico, de lo material. Y el olvido en el que hemos caído es olvido, por así decir, de nosotros mismos, creyendo que somos las circunstancias, la concreción de los elementos, el conjunto resultante de la suma de unas partes, y dejando a un lado aquello que en nosotros vive de tal modo que nos dice que estamos vivos, nos lo hace sentir, no hace pensar realmente, nos preocupa, nos lanza, nos sobrecoge. Etcétera, etcétera. 

La pregunta de Sócrates es aquí más irónica que nunca: "¿Pues qué? ¿Sabes a qué clase de peligro vas a exponer tu alma?" Es decir, ¿sabes a qué abismo te vas a asomar, sabes a qué lugar mirarás de frente, sabes lo que dejarás entrar en ti mismo, sabes...? Porque si no sabes de eso, tampoco sabrás de qué fuerzas dispones para hacerle frente o si sucumbirás o si te perjudicará tanto que morirás allí mismo para ti mismo, o para el bien y la verdad. Y serás desde entonces un vagante inútil y enfermo en su mismo ser. 

Se trata de ver, aunque sea una vez en la vida, que nuestra condición se debate entre lo útil y beneficioso de un lado, y lo peor qué inútil, es decir, lo maleficioso del otro. Y vérnoslas ahí, ahora sí, teniendo que elegir, siendo libres y preguntando a la libertad cuánto de libres somos realmente para alcanzar aquello que la libertad empuja desde siempre en nosotros mismos, esto es, el deseo, del que es presa y poco más Hipócrates y al que no se ha dignado ni por un momento preguntar a fondo, confundiéndolo de este modo con mero impulso y no con lo más hondo y radical del alma humana, que es, en verdad, el auténtico lenguaje y palabra con los que la persona dispone para vivir sin más. Un tiempo de paréntesis, un tiempo de quietud para conocer la verdadera inquietud y riesgo. 

Era esto, en cierto modo, lo que el mismo Sócrates experimentaba, según él decía. Un diálogo interior que alertaba, al que prestó atención tanto que se hizo familiar y cotidiano hasta sentir que no dejaba de estar presente y que acompañaría a perpetuidad. Más fino cuanto más se aprendía a estar con él. Y que, sin embargo, dando voz de alarma, rechazando como la sensibilidad aborrece la fealdad, impulsaba hacia algo distinto y posible con complacencia, alimentado y en silencio, acrecentándose progresivamente en esta estancia. Es lo que pedagógicamente Sócrates busca que Hipócrates también escuche, no en él sino en sí mismo y por sí mismo, dándole de este modo origen a lo que vive inquietamente más allá de su misma inquietud y temeridad. 

La pregunta socrática es, por tanto, fortaleza y resistencia, que ni calma el riesgo, ni puede evitarlo. Lo confronta, lo pone de manifiesto previamente, cuando todavía no hay lamento, por así decir. Y  esto no se le puede llamar soledad aplastante, aunque solo la persona pueda vivirlo por sí misma. 

En este párrafo me quedaré unos días, porque siempre me ha parecido especialmente luminoso e importante. Desde 313a. 




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