Cuentan que aquella mujer salió de casa temprano. Porque tenía una cita. A la que no iba especialmente alegre. Aunque con mucha decisión. Sabía perfectamente qué le esperaba y no titubeó. De madrugada, como quien dice. Al salir el sol, casi rozando el horizonte. Las ojeras delataban su urgencia. Entre tanta incomprensión y hasta olvidos. Adelantaba con sus pasos la angustia y lo que se venía encima. El tacto ya herido. El olfato detestando anticipadamente. Con amargo regusto. Pues de eso se trataba. Dejaría de ver, de oír. Sin embargo, quedan las llagas para siempre. Y al llegar, nada. No estaba y no tenía sentido esperar. Buscar aquí o allá, ir de un sitio a otro, peregrinar por aquel lugar a la intemperie, caminar dejando de ver por la inesperada ausencia, desconcertada y ansiosamente angustiada. Sin poder vivir lo que sabía que le correspondía, lo que le tocaba, como instante señalado para la eternidad. Allí estaba, incapaz de cumplir su promesa, sin entregar lo último, sin la última palabra, sin su esperada despedida. Todo se iba apagando, ocultándose aún más en la negrura del corazón perdido, fuera de sí, extirpado y rasgado. Lo inimaginable. Un mal sueño en el que no hacía pie y se retorcía a sí mismo hasta el desconcierto. Vuelta, parada, estancia, circunstancia que la expulsaba de su propio sentido. Cortina azul que velaba su rostro por completo. De rodillas, postrada y como muerta, derrotada y en su interior preguntando aquí o allá qué era todo aquello, qué acontecimiento cruel se prolongaba aún más en el tiempo quebrando su aliento, rasgando su interior. De rodillas, escuchó su nombre, se dio la vuelta desde dentro y corriendo abrazó con fuerza sus pies. Lo nuevo y tan distinto fue para ella lo más comprensible de todo, la voz más clara, la palabra más profunda, el trato clave, la cercanía inseparable. No volvió jamás a sí misma. Nada de lo anterior. Allí puso ahora su tienda, para la eternidad. Sembró su corazón en el jardín y brotó para que todos puedan seguir viéndolo.
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